miércoles, 30 de mayo de 2012

Lávate las manos,
lávalas una y otra vez,
hasta que tus pecados
parezcan geranios sanos
y ya nada más puedas hacer
que en tu fango autocomplacerte.

Y que el extraño y barbado rabino
me cuente sus ideas
mientras bebe como un poseso el vino
que le dio la vieja librera
en el Aqueronte, cínico río
que dibujaba la noche eterna.

Ofensas y acertijos
que no puede descifrar
tu ingrato hijo,
bañados en sangre y avena,
por caminos perdidos
y en noches de afilados espinos.

Así que por lo que vi
decidí con mi maleta huir,
atravesé el Tigris, atravesé el Nilo,
todo por llegar al tierno nido
siguiendo de un infante colibrí
el asonante y limpio trino.

Y yo vuelvo a pensar
como pensé antaño,
no puedo de otra forma actuar,
y clamo a Ofelia en mis tristes años
para que me pueda guiar
a los campos Elíseos con sus manos.