lunes, 13 de agosto de 2012

El dorado bourbon
llega sutil a su boca,
mientras las férreas farolas
irradian de impenetrable nostalgia
el cielo de la ciudad
del humo que susurra:
1931; el Cielo, herencia de los mendigos.
La estival victoria
fenece y revive vez tras vez.
Y la lluvia cae sublime
e inexorable sobre sus cuerpos,
ávidos, rojos pero agotados,
bajo el cielo de la ciudad
y el humo que susurra.
El granizo se divisa
caído, inerte sobre las tejas
formando bucólicos parajes,
pintados sobre un claroscuro urbano.
Los pacientes amantes
pastan en ellos,
quemando a fuego lento
trastornos y dolores profundos.
Y la lluvia cae sublime
e inexorable sobre sus cuerpos,
ávidos, rojos, pero agotados.
Mientras las encinas envidiosas
los observan y analizan,
científicas, sin perder detalle
de los inocentes y pacientes,
que inscriben sus latidos
en una vieja enciclopedia
con tapas duras carmesíes
resistentes a los túmulos
y cementerios del tiempo.
Y el humo de la ciudad
susurra honesto otra vez:
1931; el Cielo, herencia de los mendigos.

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